›› DROGAS | ADICCIÓN Y DELINCUENCIA
Prefiere que su hijo esté preso, por miedo a que vuelva a robar y lo maten
“Cuando está detenido, nosotros dormimos tranquilos. Si no, no se duerme acá”, dicen los familiares de “Bichi”. Una incontrolable adicción a la pasta base lo convirtió en delincuente y ya fue golpeado varias veces por sus víctimas.
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Aldo Antonio Fanchini vive a 15 cuadras de la plaza Independencia. En su casa no hay televisores ni electrodomésticos, no hay estufas para calentarse en invierno ni ventiladores para soportar el verano. A Aldo le robaron todo lo que consiguió en sus 74 años. Y el ladrón es nada menos que su hijo, quien también le arrebató las ganas de vivir.
El hijo de Aldo tiene 28 años. Se lo conoce como “Bichi”, pero su nombre es Nicolás Fanchini. Hoy “Bichi” está detenido en la seccional 5ª y dentro de pocos días volverá a salir en libertad, una noticia que no alegra a su familia. Por el contrario, les preocupa cuál será su destino cuando vuelva a la calle y, otra vez, se apodere de lo ajeno para comprar drogas.
“Antes era un buen hijo, un chico trabajador, buenito. Tenía sus amigos y salía a bailar”, recuerda Aldo con nostalgia. Tiene el cabello blanco y la mirada cansada. No solo debe hacerse cargo de su esposa discapacitada y de su hijo menor que -lentamente- comienza a seguir los pasos de “Bichi”. Aldo también se encarga de limpiar la casa, hacer las compras, cocinar y llevarle el almuerzo al hijo que está preso. Dice que está triste, deprimido, y se le nota.
En la casa de Aldo cuentan que “Bichi” terminó la escuela, se puso de novio con una chica y tuvieron una nena, hace ocho años. Dicen que tiene una cicatriz enorme, que le atraviesa la cabeza. Es el saldo de una pelea con chicos del barrio (Villa 9 de Julio), quienes le partieron un ladrillo en el cráneo. Esa herida le costó 40 puntos. “Ahí comenzó a perder su autoestima y a venirse abajo. Conoció la pasta base y se empezó a drogar con mucha intensidad”, relata Mariela Fanchini, su hermana.
Dos palizas en un mes
La secuencia siempre es la misma, según cuenta Mariela: se droga, roba, va preso. “Hace cuatro años que venimos así. Son incontables las veces que lo han detenido”, dice. Y recuerda que la Policía se lo llevó cinco veces, solo durante el último mes. “Fueron tres veces por contravenciones y las otras dos, que ustedes ya conocen”, indica. Mariela se refiera a dos episodios que lo ubicaron a “Bichi” en distintas páginas de este diario.
El primero se remonta al 12 de agosto, cuando los vecinos de Rivadavia al 1.100 lo sorprendieron merodeando por los techos. Una familia accionó la alarma comunitaria, “Bichi” se asustó, trastabilló desde un balcón y se desplomó sobre la vereda. Previa visita al hospital, la Policía lo llevó aprehendido.
Dos semanas después, la historia se repitió. Un joven que había dejado su auto estacionado en calle Bolivia primera cuadra salió asustado, luego de que se activara la alarma del vehículo. “Bichi” fue sorprendido dentro del baúl, mientras trataba de sacar un equipo de audio. Los vecinos se abalanzaron sobre él y le dieron una golpiza. Minutos más tarde, llegó la Policía y otra vez hizo el mismo trayecto: patrullero - hospital - comisaría.
La ira de los vecinos
En ambas ocasiones, la paliza fue tremenda. “La última vez le pegaron con una llave de hierro. Está vivo por misericordia de Dios”, reconoce Mariela. “Imagínese que usted tenga a su hermano o a su hijo destruyéndose la vida y que todos los demás lo único que hagan sea juzgar, sin conocer la realidad. Lo único que hacen es condenar a la gente. Él se está muriendo, es un muerto en vida”, agrega con angustia.
“Cuando está preso, nosotros estamos tranquilos. Si no, no se duerme acá”, afirma Mariela. La familia de “Bichi” tiene miedo de lo que pueda pasarle cuando salga de la comisaría. Su papá no duda que volverá a robar y teme que, cuando otra vez caiga en manos de las víctimas, lo golpeen hasta quitarle la vida.
Mariela, por su parte, jura que su hermano no es una persona violenta. “Todas las detenciones que tiene son por robo o hurto, pero nunca un robo agravado, nunca con golpes ni armas ni arrebatos, son siempre descuidos. Por ejemplo: una vez entró a un local, vio que no estaba la secretaria y se llevó la computadora”, dice.
“No quiero que ponga en peligro su vida, es un chico bueno, a nosotros nos educaron con principios, pero se vino abajo por esa maldita droga que no sé qué tiene”, asegura Mariela. “En el vecindario no lo pueden ni ver. Se vinieron a quejar muchas veces”, agrega Aldo, y admite que no tiene palabras para responder esos reclamos.
Internación
“Él roba todo para esa porquería, se desespera. Y eso no lo destruye solamente a él, sino a toda la familia”, dice Mariela. “Consume todos los días, descansa cuando el cuerpo ya no aguanta más tanto desvelo y después sale de nuevo con esa desesperación”, cuenta. Por eso la familia prefiere que “Bichi” esté preso, porque al menos en la comisaría no se droga y vuelve a ser él.
“A veces está conmigo y se pone a llorar, me dice: ‘papá perdóname, no lo voy a hacer más, te lo juro por Dios’. Me abraza, me besa y llora, llora. Pero no puede. Es muy feo todo esto”, agrega Aldo. En esos pequeños instantes de lucidez, “Bichi” les asegura que quiere internarse, que lo que más desea es dejar las drogas para ser una persona mejor, trabajar y volver a ver a su hija. “Pero no puede”, insiste Aldo.
“Me encantaría hacerlo entrar en la fazenda porque sé que es un lugar donde va a estar un año encerrado y no va a salir. Ya lo llevamos una vez al Obarrio con la Policía, pero ahí los tienen dopados y los chicos, así dopados como están, saltan las rejas y salen a comprar más pasta base. Se roban entre ellos para ir a comprar más”, dice Mariela. “Necesitamos que alguien nos dé una solución, la posibilidad de internarlo”, ruega la mujer.
Ella está preocupada, y con razón. “Les venden así un cuadradito -apenas separa el dedo índice del pulgar- de papel glasé con un poquitito de pasta base, $ 10 vale cada uno. Calculá que cada cinco minutos quieren otro papel porque tienen que estar constantemente consumiendo. Mi hermano se ha llegado a gastar $ 3.000 por día en papeles”, remarca Mariela. Y agrega: “hay chicos que se drogan menos que él y ya perdieron un pulmón. A veces hasta le pido a Dios que le toque la salud para que reaccione, pero no. Ojalá que Dios le toque el corazón a alguien y le dé una mano”.
El hijo de Aldo tiene 28 años. Se lo conoce como “Bichi”, pero su nombre es Nicolás Fanchini. Hoy “Bichi” está detenido en la seccional 5ª y dentro de pocos días volverá a salir en libertad, una noticia que no alegra a su familia. Por el contrario, les preocupa cuál será su destino cuando vuelva a la calle y, otra vez, se apodere de lo ajeno para comprar drogas.
“Antes era un buen hijo, un chico trabajador, buenito. Tenía sus amigos y salía a bailar”, recuerda Aldo con nostalgia. Tiene el cabello blanco y la mirada cansada. No solo debe hacerse cargo de su esposa discapacitada y de su hijo menor que -lentamente- comienza a seguir los pasos de “Bichi”. Aldo también se encarga de limpiar la casa, hacer las compras, cocinar y llevarle el almuerzo al hijo que está preso. Dice que está triste, deprimido, y se le nota.
En la casa de Aldo cuentan que “Bichi” terminó la escuela, se puso de novio con una chica y tuvieron una nena, hace ocho años. Dicen que tiene una cicatriz enorme, que le atraviesa la cabeza. Es el saldo de una pelea con chicos del barrio (Villa 9 de Julio), quienes le partieron un ladrillo en el cráneo. Esa herida le costó 40 puntos. “Ahí comenzó a perder su autoestima y a venirse abajo. Conoció la pasta base y se empezó a drogar con mucha intensidad”, relata Mariela Fanchini, su hermana.
Dos palizas en un mes
La secuencia siempre es la misma, según cuenta Mariela: se droga, roba, va preso. “Hace cuatro años que venimos así. Son incontables las veces que lo han detenido”, dice. Y recuerda que la Policía se lo llevó cinco veces, solo durante el último mes. “Fueron tres veces por contravenciones y las otras dos, que ustedes ya conocen”, indica. Mariela se refiera a dos episodios que lo ubicaron a “Bichi” en distintas páginas de este diario.
El primero se remonta al 12 de agosto, cuando los vecinos de Rivadavia al 1.100 lo sorprendieron merodeando por los techos. Una familia accionó la alarma comunitaria, “Bichi” se asustó, trastabilló desde un balcón y se desplomó sobre la vereda. Previa visita al hospital, la Policía lo llevó aprehendido.
Dos semanas después, la historia se repitió. Un joven que había dejado su auto estacionado en calle Bolivia primera cuadra salió asustado, luego de que se activara la alarma del vehículo. “Bichi” fue sorprendido dentro del baúl, mientras trataba de sacar un equipo de audio. Los vecinos se abalanzaron sobre él y le dieron una golpiza. Minutos más tarde, llegó la Policía y otra vez hizo el mismo trayecto: patrullero - hospital - comisaría.
La ira de los vecinos
En ambas ocasiones, la paliza fue tremenda. “La última vez le pegaron con una llave de hierro. Está vivo por misericordia de Dios”, reconoce Mariela. “Imagínese que usted tenga a su hermano o a su hijo destruyéndose la vida y que todos los demás lo único que hagan sea juzgar, sin conocer la realidad. Lo único que hacen es condenar a la gente. Él se está muriendo, es un muerto en vida”, agrega con angustia.
“Cuando está preso, nosotros estamos tranquilos. Si no, no se duerme acá”, afirma Mariela. La familia de “Bichi” tiene miedo de lo que pueda pasarle cuando salga de la comisaría. Su papá no duda que volverá a robar y teme que, cuando otra vez caiga en manos de las víctimas, lo golpeen hasta quitarle la vida.
Mariela, por su parte, jura que su hermano no es una persona violenta. “Todas las detenciones que tiene son por robo o hurto, pero nunca un robo agravado, nunca con golpes ni armas ni arrebatos, son siempre descuidos. Por ejemplo: una vez entró a un local, vio que no estaba la secretaria y se llevó la computadora”, dice.
“No quiero que ponga en peligro su vida, es un chico bueno, a nosotros nos educaron con principios, pero se vino abajo por esa maldita droga que no sé qué tiene”, asegura Mariela. “En el vecindario no lo pueden ni ver. Se vinieron a quejar muchas veces”, agrega Aldo, y admite que no tiene palabras para responder esos reclamos.
Internación
“Él roba todo para esa porquería, se desespera. Y eso no lo destruye solamente a él, sino a toda la familia”, dice Mariela. “Consume todos los días, descansa cuando el cuerpo ya no aguanta más tanto desvelo y después sale de nuevo con esa desesperación”, cuenta. Por eso la familia prefiere que “Bichi” esté preso, porque al menos en la comisaría no se droga y vuelve a ser él.
“A veces está conmigo y se pone a llorar, me dice: ‘papá perdóname, no lo voy a hacer más, te lo juro por Dios’. Me abraza, me besa y llora, llora. Pero no puede. Es muy feo todo esto”, agrega Aldo. En esos pequeños instantes de lucidez, “Bichi” les asegura que quiere internarse, que lo que más desea es dejar las drogas para ser una persona mejor, trabajar y volver a ver a su hija. “Pero no puede”, insiste Aldo.
“Me encantaría hacerlo entrar en la fazenda porque sé que es un lugar donde va a estar un año encerrado y no va a salir. Ya lo llevamos una vez al Obarrio con la Policía, pero ahí los tienen dopados y los chicos, así dopados como están, saltan las rejas y salen a comprar más pasta base. Se roban entre ellos para ir a comprar más”, dice Mariela. “Necesitamos que alguien nos dé una solución, la posibilidad de internarlo”, ruega la mujer.
Ella está preocupada, y con razón. “Les venden así un cuadradito -apenas separa el dedo índice del pulgar- de papel glasé con un poquitito de pasta base, $ 10 vale cada uno. Calculá que cada cinco minutos quieren otro papel porque tienen que estar constantemente consumiendo. Mi hermano se ha llegado a gastar $ 3.000 por día en papeles”, remarca Mariela. Y agrega: “hay chicos que se drogan menos que él y ya perdieron un pulmón. A veces hasta le pido a Dios que le toque la salud para que reaccione, pero no. Ojalá que Dios le toque el corazón a alguien y le dé una mano”.
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